México (un texto)

Querido Paul Newman:

Te voy a contar qué hice en Navidad.

En un surrealista paréntesis de mi vida precaria, la llegada de un año acumulado de pensión de mi padre nos permitió a todos visitar el sitio donde nació, creció y trabajó durante muchos años.

Ciudad de México es una ciudad inabarcable y la semana que pasamos allí sólo me permitió trazar una especie de boceto mental incompleto de la capital y de mi familia. La ciudad es un batiburrillo de barrios muy dispares, mucha contaminación, diferencias sociales muy explícitas, muchos puestos de comida callejera y conductores alocados. Mi familia mexicana es gigante e increíblemente acogedora.

Visitamos muchas cosas en la ciudad y sus alrededores, pero mi estómago se queda con los tacos al pastor de una taquería vegana, las quesadillas de huitlacoche de una quesadillería del centro y los pambazos que cocinó mi tía Eri. Ella y su pareja Alicia fueron las anfitrionas más acogedoras del mundo y hasta nos trajeron mariachis y mucho cariño. También muy acogedores fueron mis primos Gris, Vero y César, con sus respectivas familias. Con ellas hubo cenas, piñatas, conversaciones interesantes y risas.

Se entremezclan en mi cabeza las cosas que hicimos esa primera semana (tengo que sentarme a ver todo lo que he grabado tranquilamente), pero recuerdo un agradable paseo en barca por las aguas de Xochimilco en el que pude digerir la montaña de chilaquiles que había desayunado esa mañana, la subida a las pirámides de Teotihuacán, una visita al barrio donde Lili llevaba viviendo cinco meses, un paseo por Coyoacán, escuchar a una amiga suya contarnos historias sobre los mexicas en el Museo de Antropologia o ver el ballet folclórico de México desde el altísimo gallinero.

Antes de ir a la cena de Navidad en casa de mi tía abuela Alicia y su extensa familia, con la que bailamos y nos divertimos, nos escapamos a ver a mi tío Martín y a su mujer en Morelia. Visitamos Pátzcuaro y la propia Morelia, pero en mis recuerdos lo que más destaca es la visita a un mercadillo en un pueblo cercano para comprar el desayuno, consistente en: dos kilos de tortillas recién hechas, uno de aguacates, varios quesos, nopales y crema. Pienso en la tristes galletas de avena del Mercadona que desayunaré mañana y siento envidia de la Rocío del 23 de diciembre de 2018…

Pero voy a dejar de hablar de comida y seguir contándote el viaje (de todos modos, los manjares más destacables ocurrieron esta primera semana)

Pasamos casi toda la Navidad en un autobús a Oaxaca y más o menos en este punto del viaje, mi familia empezó a caer enferma. La semana en CDMX y Morelia nos había aniquilado física y emocionalmente por haber intentado hacer un viaje de un mes en una semana, y sobretodo por todas las dificultades  y dramas que entraña viajar en familia: en mi caso, una familia de siete personas muy diferentes entre sí, de ideologías radicalmente distintas y ritmos y prioridades absolutamente dispares.

La primera tarde en Oaxaca solo salimos Lili y yo a pasear y encontramos una galería de arte y un desfile folclórico muy festivo que nos recordó que estábamos  a 25 de diciembre.  Al mismo tiempo, mi madre y Patri pasaban el día de Navidad en el consultorio de una farmacia, en el que el doctor les recomendó muchos medicamentos que, convenientemente, encontrarían en la farmacia adyacente.

Al estar mis padres indispuestos y poco funcionales, Ruth, Eri, Lili y yo no encontramos obstáculo para irnos solas a Hierve el Agua subidas en la parte trasera- y abierta- de una camioneta que nos llevó por la montaña. Allí vimos unas increíbles cascadas petrificadas y nos bañamos en unas piscinas naturales. Ese fue quizás el regalo que le hizo la vida a Lili antes de que cayera víctima de una infección causada por un antibiótico esa misma tarde. La noche siguiente, con una versión zombi de Lili, una madre apagada o fuera de cobertura y Patri recuperándose un poco, nos subimos en un autobús y doce horas después aparecimos en San Cristóbal de las Casas.

Me enamoré de la ciudad, visité sus librerías y tiendas y comimos de manera decente por primera vez en tres días, ya que la mitad de la familia enferma había asumido los días anteriores que la otra mitad tampoco queríamos comer demasiado yacabodeincumplirmipromesadenohablardealimentos.

A la mañana siguiente, nos tocaba subir a un avión, y gracias a mis hermanas, una benzodiazepina y mi cámara de mano, el ataque de pánico que decidió brotar y hacerme estallar en llanto unos segundos antes del vuelo se apaciguó rápido. A las pocas horas, estábamos en Cancún.

Aquí mis padres se habían venido arriba con el hotel y a mi me daba rabia estar tan cerca de ruinas mayas, cenotes y selvas y no ir; pero teniendo en cuenta que mi familia estaba moribunda, que disponía de cero euros y que el viaje se acababa, decidí no escaparme a hacer alguna excursión  y, en su lugar, admirar el color del mar y deleitarme con la siguiente estampa: Eri luciendo un look de superestrella, tendida en una tumbona; Ruth en su más absoluta salsa, también tumbada al sol y con un ponche de frutas en la mano; Lili resistiendo con bastante elegancia al hecho de que su cuerpo llevara cuatro días intentando acabar con ella; mi padre vestido con un bañador naranja de palmeras, una camisa hawaiana y  una gorra de Cancún;  mi madre en camisón y mascarilla en la cama y Patri interpretando la segunda mitad de «Hamilton» en la habitación del hotel.

Nochevieja: Cenamos a las nueve en el bufet del hotel y nos tumbamos todos en la cama de mis padres a modo de tetris. Ruth insistía en que aguantásemos despiertos hasta las doce para salir a la playa y, aunque fracasó en su empeño, se encargó de despertarnos cinco minutos antes de que llegara el 2019 y  la acompañamos a ver los fuegos artificiales.

Uno de enero: Despertamos en Cancún, nos bañamos en el mar, desayunamos, vamos al aeropuerto y nos despedimos de Lili y de mi padre, que se quedan en México.

Dos de enero: Aparecemos en Madrid.  Yo con quemaduras en los hombros y muchos vídeos en el disco duro. Siento esa sensación extraña ante la absoluta normalidad que sigue a un viaje o a una experiencia fuera de la rutina.

7 de marzo: Añado, borro y cambio cosas de este texto que llevo escribiendo semanas. Pienso en chilaquiles. Pienso en qué voy a cenar. Me hago un té. Pienso en chilaquiles de nuevo. Decido publicar esto de una vez.

Un abrazo de quesadilla,

Rocío

 

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